jueves, 13 de enero de 2011

Capítulo II

 Caminé y caminé y con cada crujido de una rama apresuraba mi paso temiendo que el jorobado estuviera allí mirándome detrás de un árbol.
 Recordé a mi amiga Emilia que me había llamado la noche anterior a mi partida, por lo de mi renuncia al trabajo. Era la única persona que me llamaba, de hecho, y yo rechacé su invitación a cenar en el McDonald´s esa noche. Había perdido la oportunidad de salir por última vez con un amigo antes de venir a morirme en un bosque olvidado.
 ¿Serían ahora las tres, o las cuatro? No sabía, el reloj donde veía la hora era el del carro, pero la luna aún brillaba alto, por lo tanto la noche estaba finita. Desgraciadamente.
 Finalmente algo inusual encontré en mi deambular, era un camino, viejo y olvidado pero un camino, y los caminos llevaban a alguna civilización, así que esperanzados, mis pies palparon la superficie y ya no había más monte ni tierra. Comencé a seguirlo con renovadas fuerzas, sonando mis zapatos de goma solitariamente contra la piedra.
 Nuevamente me acordé del jorobado y mi temor seguía allí latente, no dejaba de mirar por encima del hombro y no sé qué era peor, si eso o caminar sin mirar hacia la oscuridad. No se oía nada excepto yo, y los matojos que pisaba al andar, moviéndome con paso silente y muy cautelosamente en las penumbras. Y en mi visión sólo mi aliento flotando en el aire por el frío aparecía.
 No muy lejos se oyó al fin el lamento de un búho que sonó espantoso.
  Que noche más extraña, la realidad me parecía algo del pasado, tal como si no hubiera existido; yo solo quería llegar a donde me llevaba el camino, y encontrar algún pueblo, negocio, gasolinera, algún teléfono o taller donde pudieran venir a repararme el carro y largarme de allí a casa. Eso lo deseaba tanto.
 Mi casa, ahora me parecía un palacio, mi trabajo, al que renuncié, una maravilla, y la gente que me despreciaba, un amor.
 En fin, no sé cuanto tiempo estuve siguiendo el camino, solo a un metro veía interminables filas de árboles y maleza. Hasta que al fin llegué y lo que vi no me hizo sentir mejor: encontré un arco de madera que cruzaba el camino con un letrero colgando que a la tenue luz de la luna apenas se podía leer. También abandonado, por supuesto, yo sería la primera persona en andar por ahí en décadas. El triste letrero rezaba las palabras: “Hueco de lobo”. Pero eso no fue lo que me dio escalofríos: del letrero colgaban unos huesos y yo deseé nunca haber tenido un carro y nunca haber hecho ese viaje.
 No pude mirar eso más porque la idea del jorobado persiguiéndome volvió a asaltarme y a poner nuevas alas a mis pies, así que me armé de valor y crucé el arco con paso apurado hasta que la vegetación al fin cesaba y comencé a ver signos de actividad humana, como trozos de madera y llantas viejas tiradas por allí. Brujos, santeros, pueblerinos supersticiosos, eso pensaba que había en “Hueco de lobo”.
 De pronto salí del bosque y me encontré con las siluetas de unas casas oscuras que se dibujaban a lo lejos, bajo la luz de la luna. Casas de madera ruinosas y antiguas, muy campesinas. Al menos era un pueblo, aunque no se veía ni una sola lucecilla en ningún lugar. Las corrientes frías me pusieron los pelos de punta y el espantoso aullido que había oído cuando estaba en el carro me hizo recordar que debía terminar de salir de aquel bosque y buscar refugio, así fuera en la casa de algún brujo que bebía sangre de animales.
 Crucé una granja por lo que podía ver, que no era mucho, pero donde no había ni un solo animal. Las casas obviamente estaban vacías, sin embargo más adelante parecía que al fin había algo de vida, en la zona central del pueblo. Pasé por entre unas casas y fui a parar a la calle principal, a donde salí caminando torpemente.
 Al menos tenía mis cosas, indentificación, algo de dinero en mi cartera y eso.
 La primera gente que vi fueron unos tres hombres que deambulaban todavía a esas horas por la polvorienta calle y que al notarme se quedaron mirándome fijamente como si yo fuera algo extraordinario; no podía ser más peligrosa la situación para mí encontrarme así de sola y extraviada en un pueblo fantasma. Pero no podía hacer más nada que resignarme a mi suerte.
 Caballerizas, corrales, casas de madera de apenas un solo piso, muy campesino el lugar, como si viviera en el siglo XIX todavía.
 -Buenas noches- me sorprendí dirigiéndome hacia uno de la campesinos que encontré en el camino-¿Podría decirme dónde puedo conseguir un teléfono?-
 -¿Teléfono?- balbuceó el viejo con lentitud y apenas podía verlo pues estaba en sombras-Hum… me temo, niña, que aquí no tenemos de esas cosas-
 La gente parecía embrutecida por la vida de campo, pero lo que me dijo el viejo me tumbó el alma a los pies. Que espanto, me sonrió con malicia y todo. Odiaba tener que tratar con esa gente, me daban miedo, todo me daba miedo.
 Perpleja ante la noticia de no conseguir un teléfono, permanecí petrificada en medio de la calle polvorienta y mi mente ya no daba para más. Simplemente no reaccionaba.
 Adelante había lo que parecía ser una capilla con su cruz elevada al cielo, y un prospecto de refugio para mí, así que corrí hasta allá sin pensarlo.
 Para variar, estaba abandonado el antiguo recinto; capilla había sido una vez, con su altar y bancos, ahora todos allí arrinconados y rotos. Agotada me derrumbé sobre una banca a la esquina de la puerta, deseando que nadie más entrara a la capilla y pudiera en paz esperar el ansiado amanecer allí oculta.

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